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¿Qué hay que hacer para ser libre? Lo primero, no tener miedo. Desde que el hombre es hombre ha sentido el miedo en sus venas, pero también la dignidad de tomar decisiones en base a un veneno denominado libertad, un nombre dado, un género asignado, una raza heredada, una familia compartida, unas creencias, una verdad… Somos humanos desde hace decenas de miles de años y siempre hemos tenido miedo, sin embargo, a ser libres, y aún así lo hemos sido… Lo fuimos incluso antes de saber qué era la libertad ganada o perdida. El remordimiento con que Adán y Eva huyeron del paraíso no era por haber pecado, sino por haber olvidado allí su libertad.

Hace “solo” dos mil años, el emperador Marco Aurelio escribió: “Un hombre libre es aquel que, en aquellas cosas que por su fuerza e ingenio es capaz, obra según la propia voluntad.” Desde entonces, las definiciones de libertad en filosofía, política y derecho se han sucedido. Si es difícil definir la libertad, mucho más lo es juzgar quién es libre y quien no. En la Real Academia, a los académicos les silbaron los labios cuando categorizaron, en un intento de definir el concepto de libertad, que “en los estados democráticos impera un derecho de valor superior que asegura la libre determinación de las personas”. Así las cosas, los estados no estarían tanto por la labor de permitir la libertad como de garantizarla. Esa fue, por lo menos, la intención con la que la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó el 10 de diciembre de 1948 una Declaración Universal de los Derechos Humanos… Reinaba un miedo fundado de que no fuera así, y 73 años después casi podríamos certificar que no va a ser así nunca (por más que millares de defensores de los derechos humanos hayan pagado su esperanza en la libertad con la muerte y la tortura). Es como si el orden -o el caos- mundial, los mercados, las religiones, la seguridad del país y nuestra misma estabilidad emocional dependieran de que nadie rehuya la situación, circunstancias o condiciones de nuestra esclavitud privada, permaneciendo fieles al sistema, sujetos de forma coercitiva a un deseo superior, divino… 1948 fue también el año en que Mahatma Gandhi fue asesinado por defender la libertad, y en que George Orwell noveló su famosa distopía 1984 en torno a bien malos augurios que, a lo largo de muchos siglos, vienen atormentando a filósofos, juristas y librepensadores.

Tomás Moro, Hobbes y Locke partían de que, en el estado de la naturaleza, la libertad consistía en no ceder a ningún poder superior. Aquellos utopistas -no del Mediterráneo- sostenían que las personas nacen libres y no están bajo la voluntad o la autoridad de ningún poder superior al de la naturaleza. Sir Robert Filmer fue incluso un pelín más lejos: "Una libertad para que todos hagan lo que quieran, vivan como les plazca, y no estén atados por ninguna ley”… La libertad de la naturaleza no debe estar bajo ninguna otra restricción, pues, que la ley natural. Filmer puntualizó que la libertad de las personas bajo el gobierno de los estados no debía estar sujeta a restricciones, aparte de las reglas vigentes para vivir que son comunes a todos quienes integran la sociedad, debidamente consensuadas de forma negociada. Las personas -sostenía este pensador inglés- tienen el derecho o la libertad de seguir su propia voluntad en todo lo que la ley no haya prohibido, y no estar sujetas a las voluntades inconstantes, inciertas, desconocidas y arbitrarias de los demás.

De la ley del talión y los diez mandamientos…

El imperio de la ley, sin embargo, viene de hace mucho más tiempo y de constelaciones mucho más cercanas que la Guerra de las Galaxias. El Código de Hammurabi es uno de los conjuntos de leyes más antiguos que los arqueólogos han encontrado en sus excavaciones, y uno de los ejemplares mejor conservados de este tipo de documentos creados en la antigua Mesopotamia. Se basa en la aplicación brutal de la llamada ley del talión (“ojo por ojo, diente por diente”), pero también es el documento más precoz en contemplar el principio de presunción de inocencia, pues legisla que el acusado o el acusador tienen la obligatoriedad de aportar pruebas. El pétreo código, que actualmente se conserva en el Museo del Louvre a modo de reliquia artística, va tan lejos como para sostener que “si un señor acusa a otro señor y presenta contra él una denuncia de homicidio sin aportar pruebas, el acusador será castigado con la muerte”… Y luego está este otro precioso artículo que seguro que no tuvieron en cuenta los inquisidores de la Edad Media: “Si un señor imputa a otro señor de prácticas de brujería que no puede probar, el acusado de brujería se sumergirá en las frías aguas de un río; y si el acusado ha sido purificado por el río saliendo de él sano y salvo, quien le imputara de maniobras de brujería será castigado con la muerte mientras que, quien se arrojó al río y se purificó, le arrebatará la hacienda…” Más: “Si el esclavo huye de la casa de aquel que lo prendió, este hombre lo jurará por Dios al dueño del esclavo y se marchará libre. Si un señor abre brecha en una casa, delante de la brecha se le matará y se le colgará… Si un señor se entrega al bandidaje y llega a ser prendido, ese señor recibirá también la muerte. Si es una vida, la ciudad y el gobernador pesarán una mina de plata a su gente… Si se declara un incendio en la casa de un señor y un señor que acudió a apagarlo pone los ojos sobre algún bien del dueño de la casa y se apropia de algún bien del dueño de la casa, ese señor será lanzado al fuego… Si un oficial o un especialista, mientras servía con sus armas al rey, ha sido hecho prisionero, su hijo ha de ser capaz de cumplir las obligaciones del feudo, le serán entregados el campo y el huerto y él será quien cuidará de las obligaciones feudales de su padre. Sólo quien se hizo cargo de ellos y cumplió las obligaciones del feudo se convertirá en feudatario…”

Pocos siglos después y no muy lejos, cuando Moisés, exhausto y ayuno (puede que también bajo la alucinación de la “ayahuasca” fabricada en aquel tiempo y en aquel lugar con base a las hojas de acacia) escuchó una voz en el Monte Sinaí que procedía de un arbusto en llamas; preguntó el enviado a la voz quien era, y la voz dijo que Dios. Entonces Moisés preguntó quién era Dios y la voz contestó: “Yo soy lo que soy…” No hay definición más perfecta de libertad en toda la literatura religiosa. De hecho, el mantra sánscrito So hum -clásico de muchas meditaciones hinduistas y budistas- tiene ese mismo significado… De aquel encuentro, Moisés salió con un decálogo relativo a cómo debían obrar los seres humanos, a cuál debía ser su conducta. Adorar a un solo dios, guardar un día de reposo a la semana, no matar, no robar, castigar la deshonestidad y el adulterio fueron las líneas maestras del archifamoso decálogo, que acabó influenciando toda una sucesión de cartas, declaraciones, constituciones y corolarios morales en todo el mundo y hasta nuestras fechas.

A la desobediencia…

Las bases por las que la libertad individual debía o podía transitar quedaron pronto marcadas. Otra cosa distinta es que la gente hiciera caso… Los anarquistas consideran, por ejemplo, que las libertades personales son más importantes que cualquier “libertad” impuesta por ley, por extracto social o imperativo económico que se ostente, y que la asociación o la cooperación debe ser siempre voluntaria, haciendo innecesarias e indeseables todas las interferencias externas a tales pactos (autoridad injustificada, involuntaria o permanente)… Los anarquistas entienden filosóficamente la libertad como una condición inherente al ser humano y a su desarrollo. Históricamente, sin embargo, el anarquismo no ha tenido cabida en ningún orden político occidental ni oriental. Iglesias, ejércitos, monarquías, jueces y empresas de todo el mundo no están por la labor de que hombres y mujeres rehuyan las interferencias externas, el obligado control o peaje existencial. Las ideas revolucionarias del anarquismo fueron de inmediato proscritas, incluso en el terreno de la discusión filosófica o moral, hasta que llegó Henry David Thoreau

Escritor, filósofo y naturalista estadounidense del siglo XIX, Thoreau trabajó como profesor y tutor en Staten Island (Nueva York). Entre 1841 y 1843 vivió en la casa del ensayista y filósofo Ralph Waldo Emerson. Thoreau, impregnado de las ideas de Emerson, sobrevivió lejos del mundanal ruido llevando a cabo labores como jardinero, carpintero y guardabosques. La mayor parte de su tiempo la dedicó al estudio de la naturaleza y a meditar acerca de los problemas filosóficos que plantea la libertad. Leyó a los clásicos de las literaturas griega y latina, así como a los escritores románticos de toda Europa. También solía mantener largas conversaciones con sus vecinos a este respecto. Thoreau fue quien “inventó” la desobediencia civil; eligió ir a la cárcel en lugar de pagar los impuestos a un gobierno que admitía la esclavitud y estaba envuelto en una guerra con México. Su postura en este aspecto quedó muy clara en un ensayo que tituló Del deber de la desobediencia civil (1849). En él, sentó las bases teóricas de la resistencia pasiva, un método de protesta que, cien años más tarde, adoptarían iconos de los derechos civiles asesinados como Mahatma Gandhi o Martin Luther King.

El escritor Henry Miller bautizó a Thoreau como “un aristócrata del espíritu, más cerca de un anarquista que de un demócrata, un socialista o un comunista”… De todos modos, a Thoreau no le interesaba la política; simplemente no estaba de acuerdo con el sistema de su tiempo (una Greta Thunberg de aquella época). Y se aseguró de que el sistema lo supiera. Los Estados Unidos eran entonces un país en efervescencia, al borde de una guerra civil, lejos de la abrumadora influencia del siglo XX. Hoy, en Estados Unidos, un hom­bre que se atreviera a imitar la conducta de Thoreau con referencia a cualquier problema crucial de nuestro tiempo y a cuestionar públicamente el sistema sería, sin duda, arrestado por el FBI y condenado a cadena perpetua. Es más: nadie movería un dedo para defenderlo. En la actualidad, unas pocas personas se atreven a pagar un bravo tributo verbal a la memoria del anarquismo y las ideas de Thoreau sobre la desobediencia, pero la mayoría de hombres y mujeres sigue ignorando la invocación exigente que llevó a cabo de la libertad. Nos hemos convertido en víctimas del tiempo, miramos el pasado con aflicción y queja. ¿Es demasiado tarde para cambiar? Pues no. Como individuos, como seres humanos, nunca es demasiado tarde para reivindicarnos, para reivindicar la libertad propia y la ajena.

Con la creación de la bomba atómica y la consiguiente construcción de un nuevo orden mundial, todo el mundo comprendió que el ser humano tiene delante de sí ahora un dilema de una gravedad inconmensurable. En un ensayo titulado Vida sin principio, Thoreau anticipó esta posibilidad y provocativamente escribió: ”Aunque donde explotara nuestro planeta no hubiese nin­guna persona involucrada en la explosión, yo de vosotros no iría hasta la esquina más cercana a ver cómo explota…”

De estar vivo hoy, Thoreau habría denunciado que la paz y la seguridad del mundo no están en las intenciones de los políticos, sino en el corazón de los hombres y las mujeres, en el alma libre de la humanidad. Desobedecer en nombre de la libertad remite a la conciencia, a una decisión difícil para la que muchos apelamos a una responsabilidad demasiado pesada. Leyendo a Thoreau constatamos que estamos moralmente mucho más atrás que él. Las amenazas de extinción, nuestro suicidio cósmico como especie, parecen resumirse con que ya nada es posible y que ni siquiera hay tiempo. Estamos  destinados a desin­tegrarnos todos como átomos… Lo dicho, hay miedo; pero los he­chos que mueven a la defensa de los derechos humanos, que sustentan y dan la vida a la causa de la libertad, tienen una motivación muy diferente. En vez de trabajar activamente y en foros internacionales controlados, tendríamos que empujar a hombres y mujeres a rela­jarse, a dejar de trabajar, a tomarlo todo con calma aunque sin evasivas, a soñar con ideales y a perder todo el tiempo del mundo; a meditar, a pensar en quienes somos en realidad y en lo que más nos importa de cuanto nos rodea; a examinar nuestras conciencias, a gozar plenamente por nosotros mismos.

¿Qué puede valer mejor nuestras fatigas y esfuerzos? ¿Podemos fiarnos de unos go­biernos que votamos solo por eliminación? ¿Es a ellos a quienes confiamos el destino de todo el planeta? ¿Usarán su poder en beneficio de toda la humanidad o solo de sus electores? ¿Sabrán guardar secretos muy graves a fin de mantenerse en el poder? He aquí las preguntas que Thoreau formularía hoy a bo­cajarro. Son preguntas que hasta el siglo XX enfrentaban aún a los intelectuales con los políticos, pero que la saturación de las redes ha conseguido silenciar como voces viejas del pasado. Ya nadie se fía de quien piensa así. Y los gobiernos abrumados por pandemias y corruptelas bendicen cuán eficazmente los humanos buscamos refugio en la sempiterna seguridad del sistema (aun cuando la idea de que el estado existe para protegernos se haya desintegrado mil veces). Thoreau tuvo claro que los estados prosperarán, seguirán existiendo gracias al miedo y a la incertidumbre de cada ciudadano de hipotecada libertad.

La llamada de Thoreau a desobedecer en nombre de la libertad era también una llamada a no consumir: “Las razones para vivir crecen a medida que disminuyen los medios para hacerlo”… Vaya mi más sincero tributo al “gran jefe” Thoreau Sentado, desobediente, apartado y feliz en pleno contacto con la naturaleza. El pensador comulgó en vida con los pájaros, con las bestias, con las plantas y con las flores, con las estrellas y con los ríos. Y no fue para nada un ser asocial, todo lo contrario. Pocos autores americanos han escrito sobre la amistad con una elocuencia comparable a la de Thoreau.  Por contra, no se perdió nada evitando mezclarse entre las redes sociales, devorando periódicos, viendo películas o series de televisión, viajando a todas partes, conduciendo un coche de alta gama o atiborrando su casa de electrodomésticos. No sólo no se perdió nada por no acceder a todas esas cosas por las que hoy vendemos cara nuestra libertad, sino que se enriqueció mucho más que lo pueda hacer hoy el hom­bre moderno y mantuvo intacta la herencia ancestral de su dignidad… De nuevo Miller: “Thoreau vivió, mientras nosotros se puede decir que sólo existimos.”

Y a la más universal de las declaraciones

Thoreau escribió: “El mejor gobierno es el que no gobierna en absoluto; y cuando los hombres estén preparados para él, ese y no otro será el que votarán.” Pero en pleno siglo XX los alemanes votaron un III Reich que desafió el status quo internacional y todos los principios éticos que atañen a un estado moderno. El resultado fue una nueva y devastadora guerra mundial. Derrotado Hitler, las democracias ganadoras proyectaron convertir la antigua Sociedad de Naciones en una Organización de las Naciones Unidas (ONU) mucho más plural, sujeta a arbitrio y regida por una Declaración Universal de los Derechos Humanos que debiera prologar toda anexión de países a la comunidad internacional recién surgida. El documento que se firmó en París en 1948 recoge en sus 30 artículos los derechos humanos considerados básicos.

Si la historia de la libertad es muy antigua, no o es la de los derechos humanos. No fue hasta el siglo XVII cuando pensadores y legisladores preocupados por la libertad empezaron a dibujar el escenario de un “derecho natural”. Inglaterra fue pionera e incorporó en 1679 a su Carta Magna la Ley de Habeas Corpus, y en 1689 la Declaración de Derechos (Bill of Rights). En Francia -y como consecuencia de la Revolución- se hace pública en 1789 una Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Y la cosa quedó en punto muerto hasta que en 1927 entró en vigor una Convención sobre la Esclavitud que prohibió la esclavitud en todas sus formas. Ya puestas, las potencias mundiales fomentaron unos Convenios de Ginebra sobre seguridad, respeto y derechos mínimos de los prisioneros de guerra en conflictos militares (1864-1949) y también un Código de Moral Política (1957).

Cuando la ONU empezó su singladura, creó de inmediato un comité formado por ocho miembros representativos de las distintas sensibilidades, capitaneados por Eleanor Roosevelt (Estados Unidos) y René Cassin (Francia), para que redactara una Declaración Universal de Derechos Humanos que fue votada por 48 de los 58 estados miembros de entonces, con la abstención de la Unión Soviética y los países satélite del bloque comunista, además de Arabia Saudí y Sudáfrica.

El preámbulo de la Declaración detalla las consideraciones que se tuvieron en cuenta para su elaboración, mencionando el reconocimiento de la dignidad intrínseca de todos los seres humanos, la cualidad que convierte a los derechos en iguales e inalienables, la promoción del desarrollo de las relaciones amistosas entre naciones y la igualdad de derechos entre hombres y mujeres. El célebre lema de la Revolución francesa fue el que inspiró el primer artículo: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros.” En el segundo artículo se establece que “toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición; además, no se hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona, tanto si se trata de un país independiente, como de un territorio bajo administración fiduciaria, no autónomo o sometido a cualquier otra limitación de soberanía.”

Los artículos del tres al once recogen derechos de carácter personal, y establecen derechos fundamentales de las personas como el derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad; el derecho al reconocimiento de su personalidad jurídica; el derecho a la igual protección ante la ley; el derecho al recurso efectivo ante tribunales competentes; el derecho a ser oído públicamente y con justicia ante el tribunal, bajo condiciones de plena igualdad, y el derecho a la presunción de inocencia. Se plantean exclusiones que buscan los derechos humanos; nadie estará sometido a la esclavitud, nadie será sometido a torturas ni penas o tratos crueles, nadie podrá ser arbitrariamente detenido, preso ni desterrado; nadie será condenado por actos u omisiones que en el momento de cometerse no fueron delictivos según el derecho nacional o internacional, y tampoco se impondrá pena más grave que la aplicable en el momento de la comisión del delito.

Los artículos doce al diecisiete recogen derechos del individuo en relación con la comunidad; derecho a circular libremente y a elegir su residencia en el territorio de un estado, derecho de salir de cualquier país, incluso del propio, y regresar a él, derecho a buscar asilo y disfrutar de él en caso de persecución, derecho a la nacionalidad, derecho a casarse y fundar una familia y derecho a la propiedad individual y colectiva. Los artículos del dieciocho al veintiuno engloban los derechos de pensamiento, de conciencia, de religión y libertades políticas; toda persona tiene derechos a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión, y este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia individual y colectivamente, tanto en público como en privado, atendiendo a la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia de sus normas; todo individuo tiene también derecho a la libertad de opinión y de expresión, y este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones u opiniones y el de difundirlas sin limitación de fronteras y por cualquier medio de expresión.

A su vez, los artículos del veintidós al veintisiete abordan derechos económicos, sociales y culturales; toda persona tiene derecho a un nivel de vida adecuado que asegure la salud, bienestar, alimentación, vestido, vivienda, asistencia médica y servicios sociales necesarios tanto de él como de su familia; tiene asimismo derecho a los seguros en caso de desempleo, enfermedad, invalidez, viudedad, jubilación u otras pensiones por carecer de medios de subsistencia debido a circunstancias ajenas a su voluntad; toda persona tiene también derecho a la educación y a la formación profesional. Y la última parte de la Declaración, con los artículos del veintiocho al treinta, aborda las condiciones y límites con los que todos los derechos humanos deben ejercerse; por poner un caso y rizar el rizo, toda persona tiene derecho a que se establezca un orden social e internacional en el que los derechos y libertades proclamados en esta declaración se hagan plenamente efectivos.

Aunque la Declaración no es un documento de obligado cumplimiento ni vinculante para los estados (ahí radica su principal debilidad), sirvió al punto de estrenarse como base para la creación de las dos convenciones internacionales más importantes de Naciones Unidas (el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales) aprobadas en 1966. También se trata, según el Libro Guinness de los récords, del documento traducido a más idiomas en el mundo (en el 2004 había sido traducido ya a más de 330 idiomas), y sus artículos son constantemente citados por profesores universitarios y abogados defensores en tribunales constitucionales. Incluso hay países, como Argentina, que han dado al texto de la Declaración rango constitucional.

Solo evoluciona aquello que se adapta, así que la Declaración “pasó una ITV” en el 2004 a tenor de un diálogo entre diversos componentes de la sociedad civil, organizado por el Instituto de Derechos Humanos de Cataluña y en el marco del Foro Universal de las Culturas de Barcelona. El documento resultante se llamó  Derechos Humanos, Necesidades Emergentes y Nuevos Compromisos, y fue refrendado el 2 de noviembre del 2007 en el marco del Fórum de Monterrey (México).

Estos derechos humanos emergentes suponen una nueva concepción de la participación de la sociedad civil, dando voz a organizaciones y agrupaciones nacionales e internacionales que tradicionalmente han tenido poco o ningún peso en la configuración de las normas jurídicas, como las ONG, los movimientos sociales y las ciudades. La nueva Declaración no pretendió sustituir ni quitar vigencia a la de 1948, sino actualizar, complementar, dar respuesta a los retos de la sociedad global y pasar protagonismo a la ciudadanía participativa: “Nosotros, ciudadanas y ciudadanos del mundo, miembros de la sociedad civil, comprometidos con los derechos humanos, formando parte de la comunidad política universal, reunidos en ocasión del Foro Universal de las Culturas en Barcelona (2004) y Monterrey (2007), inspirados por los valores de respeto a la dignidad del ser humano, libertad, justicia, igualdad y solidaridad, y el derecho a una existencia que permita desarrollar estándares uniformes de bienestar y de calidad de vida para todos…”

En el 2008 la Declaración Universal de los Derechos Humanos cumplió 60 años. Todos los gobiernos del mundo sin excepción ansiaban una pronta jubilación del documento, por no hablar de llevarlo a un museo o residencia en el que quemar sus últimos cartuchos… Pero la Asamblea General de la ONU declaró el año siguiente, el 2009, Año Internacional del Aprendizaje sobre los Derechos Humanos. Países entusiastas como Bélgica, Italia, Finlandia o Portugal acuñaron monedas de dos euros en honor a este homenaje, pero volvamos a Thoreau y su Del deber de la desobediencia civil

“Así los gobiernos prueban cuán eficazmente los humanos se dejan imponer una autoridad, aun imponiéndosela a sí mismos para su propia ventaja… Que cada hombre o mujer haga saber qué clase de gobierno gozaría de su respeto, y ese será el primer paso para conseguirlo… ¿No podrá haber un gobierno en que no sea la mayoría la que decida entre lo justo y lo injusto, sino la conciencia? ¿Debe rendir el ciudadano su conciencia, siquiera por un momento, o en el grado más mínimo, al legislador? ¿Por qué posee, pues, cada ser humano una conciencia? Estimo que debiéramos ser personas primero y súbditos luego…”

Más:

“Quien se da enteramente al prójimo es considerado por éste, inútil y egoísta; el que se da en parte sólo, es considerado bienhechor y filántropo. ¿Cómo le cuadra al hombre comportarse para con su gobierno hoy? Respondo que no puede asociarse con él sin desacreditarse… Hombres y mujeres dudan, vacilan, se lamentan y, en ocasiones, piden; pero no hacen nada seriamente ni de efecto. Esperarán, con la mejor disposición, a que sean otros quienes remedien la maldad para que ellos no tengan que seguir lamentándose de su existencia… Todo sistema electoral es como un juego de azar, semejante al ajedrez o la brisca, con una pátina de tara moral por aquello de oscilar entre el bien y el mal, con sus derivaciones éticas (pues naturalmente corre dinero en las apuestas)… No se apuesta sobre el carácter de los votantes… Yo deposito mi voto, quizá, por lo que estimo correcto; pero no me siento vitalmente interesado en que prevalezca. Estoy dispuesto a dejarlo en manos de la mayoría. Su obligación, por tanto, jamás pasa del grado de lo conveniente… Incluso votar por lo justo es no hacer nada por ello. Apenas significa otra cosa que exponer débilmente a los humanos el deseo de que fuera así…”

Hay leyes injustas para con la libertad (y aún acuñadas en su nombre). Thoreau lo apuntó y las ONG dedicadas a los derechos humanos lo ratifican día sí, día también. ¿Nos contentaremos obedeciéndolas, trataremos de corregirlas y seguiremos obedeciendo, o las transgrediremos? En las antípodas de la América de Thoreau, Confucio dijo en cierta ocasión: “Si un estado se gobierna por los principios de la razón, la pobreza y la miseria serán sujetas a la vergüenza; pero si no se gobierna por aquellos principios, serán la riqueza y los honores los sujetos a la vergüenza.”