
Introducción
El presente artículo parte de la oportunidad que tuve de disfrutar de la adaptación de la Historia de Oiwa y Tamiya Iemon, representada en la Escuela Oficial de Idiomas de Madrid Jesús Maestro el lunes, 23 de septiembre de 2024, y que fue la segunda representación de la serie de Teatro Musical en dicho centro. El evento fue organizado por la Asociación de la Zarzuela en Japón, cuya presidenta, Yumi Sakurada, presentó "una función corta y comprensible de una historia sobre las emociones, el amor y la lujuria en el periodo Edo". Contó con la colaboración de la Fundación Japón, Madrid y el auspicio de la Embajada del Japón en España, la Embajada de España en Japón y el Instituto Cervantes en Tokio.
Presentación de la obra
La "Historia de fantasmas de Yotsuya" (四谷怪談 -よつやかいだん), posiblemente sea la más destacada de las grandes historia japonesa de fantasmas (o Kaidan, que es un término general para historias que dan una sensación de miedo o misterio). Las tres historias de fantasmas más importantes de Japón son, además de la que nos ocupa, las de Sarayashiki o Banchō Sarayashiki (番町皿屋敷 lit. La casa del plato en Banshō), ambientada en el periodo Edo; y , Kaidan Botan Dōrō (|怪談牡丹灯籠|), Cuento de la Linterna peonia.
Ha sido adaptada al cine en más de 30 ocasiones, y continúa siendo una influencia en el terror japonés de hoy día. Tōkaidō Yotsuya Kaidan (東海道四谷怪談, Historia de fantasmas de Yotsuya en Tokaido).
Fue escrita originalmente en 1825 por Tsuraya Nanboku IV, y se escribió para ser representado como Kabuki.
Este artículo analiza Tōkaidō Yotsuya Kaidan (1825), una obra emblemática del teatro kabuki y del género kaidan, escrita por Tsuruya Nanboku IV. A través de la historia de Oiwa, una mujer traicionada que regresa como onryō (espíritu vengativo), la obra explora temas de traición, karma y justicia divina, reflejando las tensiones sociales y espirituales del período Edo. Este estudio examina el kabuki como forma teatral, el simbolismo del chō-han y el río Sanzu, y las resonancias culturales de Yotsuya Kaidan en el cine y el anime modernos.
Una buena ocasión para publicar este artículo en estas fechas: el Obon
El artículo también es una forma de sumarnos a la festividad del Obon, que este año 2025 abarca, en ciertas partes de Japón, del 13 al 16 de agosto. El Obon (お盆), que es un festival tradicional japonés que se celebra anualmente para honrar a los espíritus de los antepasados fallecidos. Con raíces en el budismo, el Obon combina elementos espirituales, culturales y comunitarios, siendo una de las festividades más importantes de Japón junto con el Año Nuevo. Normalmente, se suele celebrar entre el 13 y el 15 de agosto (en algunas regiones, del 13 al 15 de julio, según el calendario lunar), y su propósito es rendir homenaje a los muertos, reforzar los lazos familiares y reflexionar sobre la conexión entre los vivos y los espíritus.
Contexto del kabuki y su evolución histórica
Se trata de una de las artes escénicas japonesas que presentan un carácter más tradicional, es decir que cuenta con una introducción en la sociedad japonesa anterior a la introducción de la cultura occidental en el contexto del arte moderno. En concreto, el kabuki está vinculado a la esfera del teatro, junto al bunraku, que es el nombre genérico por el que es conocido el teatro de marionetas japonés Ningyō jōruri, y que se caracteriza por la unión de tres artes escénicas distintas: las marionetas, la recitación a cargo del recitador y la música del shamisen, un instrumento de tres cuerdas japonés que deriva del chino sānxián; a esto hay que sumar el Nōgaku, compuesto a su vez por el teatro cómico kyōgen y el drama lírico nō).
Orígenes del kabuki
A su vez, si atendemos a Carlos Rubio (2007, 283 y ss.), los orígenes del teatro tradicional japonés hay que hallarlos en el siglo VIII d.C., llegando hasta nuestros días. Habría todavía unas formas preexistentes a esa época, la más antigua de las cuales sería el kagura, que llegó a Japón incluso antes de la introducción de los caracteres chinos, por consiguiente antes del siglo V d.C. Se trata de un conjunto de series de danzas de inspiración religiosa sintoísta, y que se desarrollaban en dos partes, con la finalidad de purificar el lugar en el que se esperaba recibir a los dioses, a la que seguía una segunda parte en la que se invitaba mediante un festejo a que dichos dioses tomaran posesión del territorio. Con el tiempo, la primera parte decayó en favor de una mayor preponderancia de la segunda parte, con un carácter festivo, representándose en exclusiva en nuestros días en los santuarios sintoístas. El kagura derivaría de dos leyendas que se articulan en forma de crónicas históricas dentro de las dos primeras décadas del siglo VIII d.C., el Kojiki (712) y el Nihon shoki o Nihongi (720), que abordan la cuestión de la retirada de la diosa Amaterasu, la diosa del sol, a una cueva, cosa que provoca un mundo de tinieblas, esto es conjurado con una danza para hacerla salir de nuevo a la superficie.
También, a principios del siglo VII alcanzan las costas japonesas un espectáculo chino llamado gigaku, que se difundió en los ambientes cortesanos. Todo ello fue el caldo del cultivo del que parte el bugaku.
El kabuki, en cuanto a sus antecedentes, y siguiendo en este caso a Javier Vives (2024, 307 y ss), se remontan a la parte final del siglo XVI, momento en que se empiezan a hallar grupos de mujeres que, ataviadas con un vestuario muy llamativo, ejecutaban una suerte de versión de las danzas budistas que desde el siglo X d.C. ciertas órdenes budistas ejecutaban dentro de un sistema de recaudación de fondos, y que consistían en que los monjes recorrían las calles de las ciudades danzando mientras cantaban alabanzas a Buda.
La primera referencia documentada del kabuki data del año 1603, en la ciudad de Kioto, desarrollándose por consiguiente a lo largo del período Edo (1603-1868) bajo el gobierno samurai del Shogunato Edo, o bien llamado Shogunato Tokugawa, por la posición de dicha familia, con formas políticas de una sociedad feudal tardía. Según parece, cierta miko, o sacerdotisa del santuario sintoísta de Kizuki Taisha consagrado a la deidad Okuninushi no Okami, conocida como Okuni que llevó a cabo, acompañada de unas bailarinas itinerantes, una serie de farsas y canciones danzadas que representaban enredos entre samurai y cortesanas.
Tal entretenimiento pasó a ser de los favoritos de los habitantes de las grandes ciudades. ¿Por qué? Entran aquí una serie de elementos: parece ser que el vestuario escogido por Okuni tuvo cierto impacto, descrito por el propio Javier Vives (2024, 107 y 108), al recoger a su vez una cita de René Sieffert y su obra "Théâtre Classique", cuando dice en traducción al español del propio Javier Vives que el éxito de Okuni se debía a <<que la bailarina llevaba pantalones a la portuguesa y ostentaba en el pecho un rosario y una cruz cristianos, muy a la moda durante la época a pesar de las primeras persecuciones; [...]>>. Pero, sigue afirmando Javier Vives, que sin duda, más que eso mismo, hay que buscar en el travestismo y las escenas subidas de tono como los factores que entusiasmaron al público del momento, puesto que la danza kabuki de Okuni se hallaría inserta en una obra de teatro en la que Okuni representaba el papel de Nagoya Yamasuro, comandante militar en el periodo Azuchi-Momoyama, y por consiguiente se vistió de hombre, mientras que el marido de Okuni, Sankuro, interpretaba un papel femenino, y por consiguiente, se vistió de mujer. El resto del cuadro de bailarinas también cambiaron sus vestimentas por las del otro género.
Evolución del kabuki
Con el paso del tiempo, hacia 1629 se prohibe la actuación a las mujeres porque la actividad de las actrices fue derivando también hacia la prostitución: el carácter sensual de las danzas (a lo que hay que añadir la prostitución de las actrices y bailarinas) resultó ser demasiado perturbador para el gobierno. En todos los tiempos las artes escénicas pueden comportar a veces relaciones que son expresión de cierta moral relajada, como puede ser el caso de María Calderón (llamada "La Calderona") con el rey Felipe IV de Habsburgo, el llamado "Rey Planeta"; Nell Gwyn, que fue amante del rey Carlos II de Inglaterra; o bien, en otro momento histórico, el caso de Marguerite Georges que resultó ser amante de Napoleón, el Duque de Wellington o el zar Alejandro I de Rusia.
En fin, ante tal obstáculo, los promotores teatrales escogieron a jóvenes actores como sustitutos de las bailarinas, cosa que sirvió para ganar en viveza y espectacularidad al espectáculo, al incorporar pasos que exigían unas mejores capacidades físicas, incluso cierta destreza con armas. Y es así como llegamos a una segunda prohibición, esta vez en 1652, que seguía la línea de la fijada con anterioridad de mantenimiento del orden social, vetando la actuación de hombres jóvenes, en la adolescencia, y obligando a que fuesen hombres en la edad adulta, al desencadenarse las mismas consecuencias que con las bailarinas y el gusto de ciertos miembros del público por tener contacto carnal con estos jóvenes, ya que la homosexualidad no había sido socialmente reprimida en Japón por aquel entonces.
Es así como llegamos a la exigencia que distingue al kabuki, el onnagata, es decir el hecho de que el intérprete masculino en la edad adulta represente un papel de mujer y que, cosa que lo distingue del kyōgen y el nō, que se manifiesta a través de la gestualidad y la modulación de la voz el ideal de la belleza femenina. Otro aspecto que lo distingue de otras manifestaciones escénicas japonesas en estos momentos es que no utilizan máscaras, además de la forma de danzar y cierto tipo muy característico de gesticulación, ya que el actor pone en valor su propio cuerpo como forma de expresión, recurriendo a un fuerte maquillaje no sólo facial, también en ciertos casos recurre a maquillarse brazos y piernas.
En el kabuki, desde el punto de vista de la danza y su ejecución, se presentan evoluciones enraizadas en el suelo, desplazamientos que suelen ser la más de las veces lentos, y diseños donde predomina la horizontalidad, cosa que tiene en común el kabuki con las danzas populares japonesas y las del teatro nō, pero con frecuencia, y a diferencias del caso del teatro nō y de las danzas populares japonesas, en el kabuki también se introducen con cierta frecuencia saltos, movimientos repentinamente rápidos, líneas de factura vertical y también escenas de grupos con una marcada agitación sobre el escenario, particularidades estas del kabuki que son introducidas como contrapunto que subraya la fuerte tensión dramática.
Hay ciertos elementos que son muy característicos del kabuki como discurso teatral, y que tienen que ver con ciertas poses, muy peculiares, de los actores, que se detienen unos segundos con la finalidad de puntuar de esta manera situaciones narrativas concretas, y que reciben el nombre de mie. Así, el actor busca llamar la atención del público sobre ese instante de tensión dramática, que además se refuerza con un golpeteo de bloques de madera.
Escena del kabuki
En cuanto a la escena, desde que el kabuki empezase en el lecho seco del río Kamo de Kioto, con gran éxito de público, esto les llevó a las compañías que ofrecían kabuki a actuar en dos tipos de escenarios en el siglo XVII: los pabellones para danzas kagura de los santuarios sintoístas, a los que ya he hecho mención más arriba, y a los teatros de nō. Hacia la mitad de esta centuria, por ejemplo, ya existen cuatro grandes teatros dedicados a la representación de kabuki en Tokio. En un principio el modelo del teatro nō, en cuanto a la escena, es lógicamente, el modelo seguido, aunque carecían de cubierta que protegiera a los espectadores.
A partir de ahí, se introducen paulatinamente una serie de cambios, como son la supresión de los pilares, tejadillo y barandillas, modificando anchura e inclinación, y se acaba en la dirección de transformar la pasarela elevada que atraviesa la platea de forma perpendicular al proscenio dando así forma al elemento característico que define una escena de una sala kabuki: el hanamichi, y con ello se abandona el modelo nō y la exigencia por parte del público de un espectáculo más vistoso. Por tal motivo, los empresarios del kabuki tratan alcanzar la meta de contar con un proscenio de mayores dimensiones, acabando por acercarse a las escenas de Occidente, pues en ambas hay cortina de boca, bambalinas, telares, elevadores y plataformas giratorias... pero el hanamichi se convierte en el elemento que distingue a una sala kabuki, configurándose como el mencionado corredor elevado que recorre la platea por el lado izquierdo uniendo el proscenio con un camarín, que recibe el nombre de toya, y que se ubica al fondo del patio de butacas, y que sirve para que, a través de dicho corredor, se realicen las entradas y salidas más vistosas del cuadro de actores. Ciertas piezas del repertorio obligan a instalar una segunda pasarela, esta vez en el lado derecho del patio de butacas, que es de carácter temporal, y que recibe el nombre de karihanamichi.
Conviene que tengamos presente un segundo elemento característico de una escena de kabuki, y que es la cortina de boca, que se abre de derecha a izquierda, que suele ser tricolor (negro, 'teja' y verde) y muy ligera, llamada joshiki- maku. El propósito es llamar la atención del público al escucharse los golpes seco de las tablas que anuncian el inicio de la función, momento en que la ligereza de su tela al correrse levemente crea un efecto muy llamativo en el espectador.
Además, hay también varios tipos de cortina, que siempre se accionarán a mano, y que se usan para diferentes propósitos, por ejemplo el de ocultar un decorado que se quiere presentar de una manera súbita y teatralmente. En tal caso, la cortina suele ser de color azul claro y que se acciona mediante un movimiento ondulatorio para llamar más la atención del público.
Argumentos narrativos
Si hemos de hablar de argumentos, las obras de kabuki, al igual que sucede con las bunraku o en el teatro nō, pueden agruparse en dos grandes apartados: o presentan una trama histórica (jidaimono); o bien, presentan asuntos populares o cotidianos (sewamono). A esto deberíamos añadir un tercer tipo en el repertorio, que no tiene un argumento muy desarrollado, y que se basa en danzas que representan motivos folclóricos.
Si atendemos al elemento actoral del teatro kabuki, contamos con el aragoto, un personaje que es todo ímpetu y fuerza, que se muestra con exagerado maquillaje (sobre una base blanca aplica rayas de diferentes colores con la finalidad de resaltar de esta forma sus facciones) y vestuario. A esto acompañarán unos movimientos grandilocuentes, una declamación con un tono rimbombante, cosa que pretende marcar el estereotipo de coraje, energía y determinación.
Otro elemento dentro de la vertiente actoral del kabuki que conviene que resaltemos, ya lo hice más arriba, es el de onnagata, ese actor que interpreta papeles de mujer, y que es el opuesto del aragoto para que así resalten los estereotipos idealizados y estilizados hasta el paroxismo de "lo femenino". Dentro del campo de actuación del onnagata, tendremos papeles de mujeres en un grado mayor o menor con un acento marcado en un carácter sumiso, recatado (novias o esposas de samurai o bien comerciante), pero que cuando encarna el papal de cortesana de alto rango, entonces su kimono gana en lujo y vistosidad a su contraparte con el papel masculino, el aragoto.
El kimono es usado como un elemento que ayuda a resaltar el devenir o la evolución de la psicología del personaje que se interpreta, además de explotar los valores simbólicos, pictóricos y esculturales de dicha prenda de vestir. A veces, el onnagata llega a vestir hasta cuatro (o a veces más de cuatro) kimonos distintos, tanto en hechuras como en colores, dándose esto no sólo en los papeles femeninos. El cambio de kimono es instantáneo, y sucede a la vista del público, a gran velocidad, cambiando con ello elementos de la psicología y el actuar del personaje.
A diferencia de lo que sucede en el teatro nō, en el kabuki los personajes dialogan, aunque, tal y como sucede en el bunraku, prácticamente la totalidad de las obras de kabuki exigen la presencia de un narrador (o bien de un coro), que ha de comentar la situación en cada momento. Como es obvio, cuando estamos ante un kabuki en el que la parte dominante de la escena está constituida por danzas que parten de leyendas del folclore, en tal caso estamos ante un aspecto que puede conectar en el campo de los diálogos con el que se da en el ballet de Europa.
En cuanto a la declamación, a pesar de contar puntos en común con el teatro nō, en cuanto a colocación de voz, en el caso del kabuki nos ubicamos ante supuestos que varían, ya que los onnagata utilizarán un falsete marcado, algo más sutil en el caso de papeles de jóvenes o adolescentes.
Los diálogos cuentan con abundantes juegos de palabras que evocan referencias culturales, a menudo de difícil interpretación y de difícil traducción a otro idioma que no sea el japonés. Los diálogos están compuestos de frases que abarcan entre cinco y siete sílabas, siendo este un metro muy presente en la poesía de Japón. A menudo, durante la declamación del texto, se producen saltos y caídas interválicas, imitando una línea musical, dándose la posibilidad que ciertas palabras, en su parte final, se alarguen con la finalidad de reforzar la tensión dramática.
Resulta interesante señalar que, de la misma manera en que sucede en una función de teatro nō, en el kabuki la música es parte integrante del desarrollo de la función. De una forma muy destacada, los intérpretes acostumbran a situarse en una suerte de pequeñas habitaciones, que se sitúan a lado y lado del proscenio, y permanecen ocultas al público mediante una celosía de madera (la habitación de la derecha y al mismo nivel que la escena recibe el nombre de kuromisu; mientras que la habitación a la izquierda del proscenio se ubica en un altillo encima de la entrada de los actores y se llama choboyuka). Los músicos cooperan a lo largo de la representación de la función de distintos modos. Así, los cantantes narrarán lo que sucede y comentarán los pensamientos que manifieste el actor. El ya mencionado más arriba instrumento de tres cuerdas llamado shamisen sirve para acompañar, o bien puede tocarse en un solo como fondo de la acción. Tambores y gongs como percusión y flautas como instrumentos de viento se sumarán para producir efectos especiales a la hora de representar la lluvia, el trueno o el viento. Merece la pena señalarse que, dentro de un contexto dramático, bien sea una escena folclórico o bien una escena de amor, podemos contar con un tipo de música ex profeso, y que en no pocas ocasiones puede servirnos para identificar si la obra kabuki procede del teatro nō o del bunraku.
Simbolismo liminar: El transitar entre mundos y las narrativas comparadas
Hablemos ahora de la teatralidad en el kabuki como un factor que podemos apreciar con facilidad, pues absolutamente todo en una función de kabuki está pensado para lograr un mayor impacto teatral en aspectos tanto visuales como también dramáticos, cosa que implica un rechazo conscientemente buscado de todo realismo, hasta resultar prácticamente desaparecido en cuanto a gran parte del repertorio tradicional de kabuki. El propósito es que el espectador asuma y participe de ese contexto fijado en la obra, y que disfrute de ver un espectáculo que huye de la contemplación de una situación real, y que se sitúa más bien en un mundo que no es el suyo, donde hay unas reglas que son las propias del teatro, y que se pueden fijar e ir dándole vueltas a las mismas, una y otra vez.
En el fondo, no deja de ser una manifestación que podemos encontrar en la literatura (y la producción audiovisual) del Extremo Oriente, también en la ficción wuxia. Me refiero a la idea de evadirse de la realidad tomando una representación acorde con unas reglas que, pudiendo tomar unos hechos que parten de cierta realidad, tanto cotidiana como histórica, se proyectan en una representación otro "mundo" aceptado por el público, y que podría llegar a ser una sutil forma de hacer cierta crítica velada a la realidad que establece el poder. En el fondo, esto no deja de ser las reglas que se aplican a los "Isekai", si hablamos del Japón actual, pero que podemos rastrear en la región por ejemplo en un relato atribuido a Tao Yuanming (siglos IV y V d.C.) y recogido en "Cuentos fantásticos chinos" (páginas 134 y ss.). Me refiero al relato que se ubica en la Era del Origen Supremo de la dinastía Jin, donde cierto pescador de la prefectura de Wuling, navegando por un río que discurre por entre un hermoso bosque de melocotoneros en flor. El pescador se halla fascinado por la belleza del lugar y busca el fin de ese bosque siguiendo el río, tras el cual se hallaba un monte y en el cual hay un agujero que parece desprender luz. Intrigado, el pescador dejó la barca y se introdujo por el angosto agujero, como la "Alicia en el país de las maravillas" de Lewis Carroll persiguiendo el conejo blanco, y como ella descubre que, de golpe el agujero se ensancha, apareciendo un lugar si cabe más hermoso, con personas felices y divirtiéndose sin preocupaciones. Esos habitantes, que obsequian con prodigalidad al forastero, resultan ser personas que huyeron a ese mundo feliz escapando de los males acarreados por la dinastía Qin. Tras interrogar al pescador, que les cuenta que afuera está ahora la dinastía Han, y cómo es la vida bajo esta dinastía, los habitantes de ese mundo feliz sienten conmiseración por el pobre pescador.
Otro relato interesante de Liu Yiqing (s. V d.C.), narra la historia acaecida supuestamente "en el año 62, siendo Ming emperador, en tiempos de la dinastía Han, en la prefectura Shan", que les sucede a dos hombres, llamados Liu y Ruan, que se internan en el monte Tiantai y siguiendo un río dan con un lugar extraordinario, en el que encuentran a dos hermosas y elegantes damas, que les reciben por sus nombres y con mucho agrado. Reciben la hospitalidad de esas dos mujeres, disfrutando de manjares y de su compañía deciden Liu y Ruan permanecer con ellas seis meses. Pero el recuerdo de sus respectivas familias acaba por hacer mella en Liu y Ruan y deciden que deben volver a su hogar y reunirse con sus respectivos parientes. A pesar de que las bellas y elegantes damas tratan de convencer a Liu y Ruan para que sigan con ellas, estos se muestran firmes en su determinación de volver a reunirse con sus familias tras medio año... al regresar descubren que han pasado siete generación y no seis meses.
En Japón, Lafcadio Hearn recoge y adapta una leyenda local interesante en su relato, que adopta el título de "El sueño de un día de verano", y que es en verdad una narración en la línea de los otogi-zōshi del periodo Muromachi (1336-1573), que relata la aventura de su protagonista humano, Urashima Tarō, y que llegó a contar con adaptación de la obra en el teatro cómico kyōgen. La historia puede encontrarse anteriormente en varias fuentes con el protagonista llamado Urashimako, por ejemplo en el Man'yōshū ("Colección de miríadas de hojas"), una colección enciclopédica de poesía, la más antigua antología de poesía de Japón, que consta de veinte volúmenes en los que se compiló en el siglo VIII a lo largo de unos setenta y cinco años más de 4.500 poemas uta, compuestos entre los siglos VII y VIII, aunque ya existía anteriormente una larga tradición de canciones de este texto escrito, que aparece con la importación del sistema chino de grafías, y que en Japón se adaptó para registrar las palabras propias de Japón.
A diferencia del Kojiki y el Nihon shoki, cuyo texto original es íntegramente en chino, el Man'yōshū utiliza grafías chinas fonéticamente para registrar la poesía compuesta en japonés, siendo el waka o uta de treinta sílabas el principal elemento de la continuidad literaria entre los periodos Nara y Heian. De acuerdo con el relato en forma de poema del Man'yōshū que se atribuye a Takahashi no Mushimaro, y a modo de síntesis, tenemos a un joven pescador llamado aquí Urashima de Mizunoe que navegó a remo buscando qué pescar durante siete días, hasta que halló a una mujer que resultó ser una hija del Dios del Mar (Wattatsumi no kami, otro nombre de la deidad del mar Ryūjin, el dios dragón). Según parece, ambos se unieron sexualmente "y se dirigieron a la tierra inmortal,/ Donde tomados de la mano entraron / En una mansión señorial dentro del recinto / Del palacio del dios del mar, / Allí permanecieron para la eternidad, /sin envejecer ni morir jamás".
Pero Urashima quiso volver tras tres años por un día a ver a su padre y a su madre, a lo que la hija del Dios del Mar no se opuso, más bien le dio un cofre, que le ordenó no abrir bajo ningún concepto, con la finalidad de que Urashima volviera a la tierra de los inmortales. Urashima comprobó que nada ni nadie quedaba que guardase memoria de él en la que fue la tierra de sus padres, entonces pensó que podría ser posible que el cofre le aportase algún tipo de solución a esta situación, con lo que lo abrió, saliendo de el cofre una nube blanca que partió a gran velocidad en dirección a la tierra de los inmortales y dejando a Urashima atrás en la que era la tierra de sus padres, para su desespero. Fue entonces cuando envejeció todos los años que había vivido como inmortal junto a la hija del Dios del Mar, hasta su misma muerte.
Resulta interesante cómo podemos encontrar paralelismos con, por ejemplo, "El asno de oro", de Apuleyo, del siglo II d.C. lo que nos lleva a reconocer que tanto El asno de oro de Apuleyo como Urashima Tarō o los relatos chinos de Taohuayuan y Liu Chen y Ruan Zhao comparten un patrón narrativo que no se agota en el viaje a un “otro mundo” regido por leyes propias, sino que, en su núcleo, está articulado por contratos o tabúes cuyo quebranto precipita el retorno forzado, la pérdida o el castigo.
En el caso de Apuleyo, la historia de Cupido y Psique incrustada en El asno de oro funciona como eje de esta lógica: el tabú de la visión (no ver al amado divino) es roto, se inicia una secuencia de pruebas y finalmente se logra una apoteosis. En Urashima Tarō, el cofre prohibido (tamatebako) condensa el mismo principio; en Taohuayuan o Liu–Ruan, el paso del tiempo —distorsionado y devastador— es la consecuencia de volver al “aquí” desde el “allá”. El viaje se convierte así en una evasión temporal y espacial que, por contraste, interpela a la realidad del receptor.
Si ampliamos la perspectiva hacia el kaidan japonés, y en concreto hacia el Yotsuya Kaidan (四谷怪談, 1825) de Tsuruya Nanboku IV, encontramos un mecanismo narrativo distinto en superficie pero emparentado en función: aquí no hay viaje a un mundo sobrenatural idealizado, sino irrupción de lo sobrenatural —el fantasma de Oiwa— en el mundo cotidiano. Sin embargo, la pieza sigue funcionando como espacio de evasión controlada: el público entra, a través de la representación kabuki, en un dominio regido por otras reglas (las de la justicia espectral, donde el poder corrupto de Iemon es castigado).
Los kaidan, desde el período Edo, son a la vez relatos de terror y vehículos de catarsis social: ofrecen un marco donde la transgresión moral o política recibe un castigo que en el mundo real quizá nunca llegaría. Así como Taohuayuan permite “ver” un orden político alternativo sin nombrar al soberano, y Urashima plantea una melancólica alegoría sobre el tiempo y la pérdida, Yotsuya Kaidan presenta un mundo invertido donde el oprimido —en este caso, la mujer traicionada y asesinada— obtiene, mediante lo sobrenatural, la agencia que la sociedad le niega.
En este sentido, la evasión que ofrecen los kaidan no es la de un refugio utópico sino la de un territorio de justicia poética. El espectador sabe que cruza a un espacio con reglas diferentes (las de los fantasmas vengadores) y acepta esas reglas durante el tiempo de la representación, del mismo modo que el lector de Urashima o de Cupido y Psique acepta que abrir el cofre o encender la lámpara romperá el pacto con lo otro. En ambos casos, la estructura liminar —entrar en un régimen de leyes ajenas y volver al propio mundo con consecuencias— es la que sostiene la eficacia narrativa y simbólica.
Así, de El asno de oro a Yotsuya Kaidan, pasando por Taohuayuan, Liu–Ruan y Urashima, encontramos una matriz transcultural: un tránsito entre mundos con un código normativo autónomo, la transgresión de ese código y la consecuente reimposición del orden (ya sea el tiempo humano, la muerte física o el castigo sobrenatural). En todas estas formas, la evasión no es mero escapismo: es un dispositivo estético y cultural para reflexionar sobre el poder, la justicia y los límites de la condición humana.
Los kaidan y Yotsuya Kaidan: estructura, temas y simbolismo
Los kaidan (怪談), relatos japoneses de misterio y lo sobrenatural, son una de las expresiones más distintivas del folclore y la cultura nipona, integrando elementos de terror psicológico, espiritualidad y crítica social. Desde sus orígenes en el período Heian (794-1185) hasta su consolidación en el período Edo (1603-1868), los kaidan han evolucionado desde narrativas orales hasta manifestaciones en el teatro kabuki, la literatura, el cine y el anime, configurando una tradición que trasciende las fronteras culturales. Entre las obras más emblemáticas del género se encuentra Tōkaidō Yotsuya Kaidan (1825), escrita por Tsuruya Nanboku IV, que narra la trágica historia de Oiwa, una mujer traicionada que regresa como un espíritu vengativo (onryō).
Los kaidan surgieron en el período Heian como narrativas orales que combinaban elementos de las creencias sintoístas y budistas sobre los espíritus (kami y reikon). Estas historias, transmitidas por monjes, narradores y cortesanos, buscaban explicar fenómenos inexplicables y reforzar normas morales (Hearn, 1904). Durante el período Edo, los kaidan se consolidaron como un género literario y teatral, impulsados por la invención de la imprenta y el auge del teatro kabuki (Reider, 2010). La práctica del Hyakumonogatari Kaidankai, un juego en el que los participantes contaban cien historias de fantasmas mientras apagaban velas, se popularizó como una forma de entretenimiento estival, especialmente durante el festival O-Bon, cuando se creía que los espíritus de los muertos regresaban al mundo de los vivos (Davisson, 2014; Hyakumonogatari.com, s.f.). Este ritual, descrito por Davisson (Hyakumonogatari.com, s.f.), no solo generaba miedo, sino que también reforzaba la conexión espiritual con los ancestros, reflejando la cosmovisión budista y sintoísta.
El período Edo marcó el apogeo de los kaidan gracias a colecciones literarias como Otogi Boko de Asai Ryoi y Inga Monogatari de Suzuki Shojo, que codificaron los tropos narrativos y visuales del género (Reider, 2010). En el teatro kabuki, obras como Yotsuya Kaidan transformaron estas historias en espectáculos visuales, utilizando efectos escénicos como el kamisuki (manipulación del cabello para simular lo sobrenatural) para amplificar el impacto emocional (National Theatre Japan, s.f.).
Yūrei y Yōkai: Tipología y Características
Los kaidan se centran en dos tipos principales de entidades sobrenaturales: los yūrei (fantasmas de personas fallecidas) y los yōkai (criaturas míticas). Los yūrei son espíritus que no han encontrado paz debido a una muerte trágica, un entierro inadecuado o un deseo incumplido. Según Reider (2010), los yūrei se dividen en subtipos como los ubume (madres fallecidas en el parto), los zashiki warashi (espíritus infantiles protectores) y los onryō (espíritus vengativos). Los onryō, como Oiwa, son particularmente temidos por su capacidad de influir en el mundo físico, causando desgracias o muertes (Davisson, 2014). Los yōkai, por su parte, abarcan una amplia gama de criaturas, desde demonios (oni) hasta espíritus de la naturaleza (kappa, tengu), que pueden ser benévolos, malignos o neutrales (Foster, 2009). Mientras que los yūrei están ligados a la muerte humana, los yōkai representan fuerzas de la naturaleza o lo desconocido, reflejando la cosmovisión sintoísta que atribuye espíritu a todos los elementos del mundo (Addiss, 1986).
La distinción entre yūrei y yōkai no siempre es clara, ya que ambos comparten la cualidad de lo "sospechoso" o "dudoso" (yōkai se escribe con kanji que significan "sospechoso" o "dudoso") (Foster, 2009). Esta ambigüedad permite a los kaidan explorar la inestabilidad de la realidad, invitando a la audiencia a cuestionar los límites entre lo humano y lo sobrenatural (Foster, 2009).
Contexto Cultural y Social
Los kaidan funcionan como narrativas morales que refuerzan valores culturales japoneses, como el respeto a los ancestros y la importancia de los rituales fúnebres. Durante el período Edo, estas historias también reflejaban tensiones sociales, como las desigualdades de clase y género, y la decadencia de la clase samurái (Shimazaki, 2016). En este contexto, los kaidan ofrecían una forma de catarsis, permitiendo a las audiencias enfrentarse a sus miedos y reflexionar sobre la justicia divina y el karma (Kominz, 1995). La popularidad de los kaidan en el kabuki, con su énfasis en lo visual y lo emocional, consolidó su lugar en la cultura popular, influyendo en géneros modernos como el cine y el anime (Balmain, 2009).
Análisis de Yotsuya Kaidan: Estructura, Temas y Clasificación de Oiwa
Contexto Histórico y Argumento
Tōkaidō Yotsuya Kaidan, estrenada en 1825 en el teatro Nakamura-za de Edo, es una obra kabuki que combina elementos de sewamono (drama doméstico) y kaidanmono (teatro de fantasmas). Escrita por Tsuruya Nanboku IV, la obra narra la tragedia de Oiwa, una mujer de origen humilde casada con Tamiya Iemon, un samurái ambicioso y cruel. Iemon, deseoso de ascender socialmente, conspira para casarse con Oume, la hija de una familia rica, y envenena a Oiwa con una pomada que desfigura su rostro. Humillada y traicionada, Oiwa se suicida, pero regresa como un onryō para vengarse de Iemon, atormentándolo con apariciones espectrales hasta llevarlo a la locura y la muerte (National Theatre Japan, s.f.; Kabuki21, s.f.). La obra, que se representó junto a Chūshingura en un programa doble, refleja las tensiones sociales del período Edo, incluyendo la opresión de las mujeres y la corrupción de la clase samurái (Shimazaki, 2016).
Estructura Narrativa
Yotsuya Kaidan se estructura en cinco actos, siguiendo las convenciones del kabuki, que alternan escenas de drama humano con momentos de horror sobrenatural. Shimazaki (2016) destaca que la obra utiliza una narrativa dual que entrelaza la historia de Oiwa con la de Koheiji, un actor traicionado que también regresa como fantasma. Esta estructura permite explorar la venganza desde dos perspectivas: la de una mujer oprimida (Oiwa) y la de un hombre marginado (Koheiji). Los actos están diseñados para maximizar el impacto emocional y visual, utilizando técnicas kabuki como el hikinuki (cambio rápido de vestuario) para representar la desfiguración de Oiwa, el kamisuki (manipulación del cabello para simular lo sobrenatural), y el mie (pose dramática) para enfatizar su transformación en un espíritu aterrador (National Theatre Japan, s.f.; Brandon & Leiter, 2002).
La narrativa sigue una progresión clásica: el primer acto presenta el conflicto (la ambición de Iemon), el segundo desarrolla la traición y la desfiguración de Oiwa, el tercero muestra su muerte y transformación en onryō, el cuarto intensifica el horror con sus apariciones, y el quinto resuelve la historia con la caída de Iemon. Esta estructura no solo genera suspense, sino que también refuerza la cosmovisión budista sobre el karma y la retribución (Kominz, 1995). La obra utilizó efectos escénicos innovadores, como trampillas (seri) y plataformas giratorias (mawari butai), para crear transiciones fluidas entre el mundo humano y el sobrenatural (National Theatre Japan, s.f.).
Planteamientos Temáticos
Yotsuya Kaidan aborda temas universales como la traición, la venganza y la justicia, pero también ofrece una crítica social específica del período Edo. La opresión de Oiwa refleja las limitaciones impuestas a las mujeres, cuya identidad estaba subordinada a los hombres en una sociedad patriarcal (Shimazaki, 2016). La ambición de Iemon, por su parte, critica la decadencia de la clase samurái, que en el período Edo enfrentaba una crisis de valores debido a la paz prolongada y la comercialización de la sociedad (Kominz, 1995). Desde una perspectiva espiritual, la obra explora la dualidad entre Konoyo (el mundo humano) y Anoyo (el mundo espiritual), subrayando la importancia de los rituales fúnebres para garantizar la paz de los muertos (Hearn, 1904). El capítulo “Shades of Jealousy” de Shimazaki (2016) analiza cómo los celos de Oiwa, exacerbados por la traición de Iemon, la transforman en un onryō, reflejando una visión budista del sufrimiento como motor de la existencia.
Clasificación de Oiwa como Onryō
Oiwa es un ejemplo paradigmático de un onryō, un tipo de yūrei caracterizado por su deseo de venganza debido a una injusticia sufrida en vida. Según Reider (2010), los onryō se distinguen por tres características principales:
- Muerte trágica e injusta: Oiwa es envenenada y llevada al suicidio por Iemon, una traición que la convierte en un espíritu vengativo. Su muerte, marcada por el sufrimiento físico y emocional, cumple con el arquetipo del onryō (Davisson, 2014).
- Iconografía distintiva: Oiwa es representada con un rostro desfigurado, cabello largo y desgreñado, y un kimono blanco manchado, elementos visuales que la identifican como un onryō. Esta imagen, codificada en el teatro kabuki, evoca terror y compasión (Shimazaki, 2016; Addiss, 1986).
- Acciones sobrenaturales: Oiwa atormenta a Iemon con apariciones, visiones y maldiciones, causando su ruina psicológica y física. Este comportamiento refleja la creencia japonesa en la capacidad de los onryō para influir en el mundo de los vivos (Reider, 2010).
La identificación de Oiwa como onryō se refuerza por su impacto cultural: su historia ha generado supersticiones en el mundo del teatro, donde los actores visitan su tumba para evitar maldiciones (Felipe, 2016). Comparada con otros yūrei, como los ubume (que buscan proteger a sus hijos) o los zashiki warashi (benévolos), Oiwa se distingue por su furia vengativa, un rasgo exclusivo de los onryō. Además, su similitud con figuras como Kuchisake-onna, otro onryō moderno descrito por Reider (2010), refuerza su lugar dentro de esta categoría.
El Miedo, el Frío y la Tradición de los Kaidan en Verano
Fisiología del Miedo y la Sensación de Frío
El miedo desencadena una respuesta fisiológica que explica la sensación de frío asociada a los kaidan. Cuando una persona experimenta miedo, el sistema nervioso simpático libera adrenalina y noradrenalina, lo que provoca vasoconstricción periférica para redirigir la sangre a órganos vitales, reduciendo la temperatura de la piel (Ioannou et al., 2015; Kanosue et al., 2016). Además, los escalofríos, generados por contracciones musculares involuntarias, son una respuesta termorreguladora que busca generar calor, pero que se percibe como frío (Vianna & Carrive, 2005). Estudios de neuroimagen, como el de Kuraoka y Nakamura (2016), han demostrado que la activación de la amígdala durante el miedo intensifica estas respuestas, lo que explica la sensación de "piel de gallina" (horripilation) descrita por Panksepp (1998).
En Japón, esta reacción se vincula con la tradición de narrar kaidan durante el verano, especialmente durante el festival O-Bon (julio-agosto), cuando se honra a los ancestros. Suwa Haruo (1997) argumenta en Nihon no Yūrei que contar historias de fantasmas en verano, conocido como noryo kaidan (historias para refrescar), tenía un propósito práctico: generar escalofríos para aliviar el calor sofocante. Esta práctica, descrita también en Hyakumonogatari Kaidankai (Hyakumonogatari.com, s.f.), no solo era un entretenimiento, sino también una forma de conectar con los espíritus durante O-Bon, reforzando la creencia budista en la interconexión entre los vivos y los muertos (Davisson, 2014).
Influencias Persas y Árabes a través de la Ruta de la Seda
Suwa Haruo (1997) plantea que la tradición japonesa de narrar kaidan en verano podría derivar de prácticas similares en Persia y Arabia, transmitidas a través de la Ruta de la Seda. Esta red comercial, activa desde el siglo II a.C., facilitó el intercambio de ideas, religiones y narrativas entre Asia, Oriente Medio y Europa (Foltz, 2010). En la Persia sasánida (224-651 d.C.), las historias de espíritus y seres sobrenaturales eran comunes durante las noches cálidas, utilizadas para entretener y generar una sensación de frescura mediante el miedo (Boyce, 1975). Estas narrativas, influenciadas por el zoroastrismo, que concebía a los espíritus (daevas) como fuerzas activas, se transmitieron a través de comerciantes y monjes budistas hacia China y Japón (Reider, 2010).
Un paralelo significativo es Las mil y una noches, una colección de cuentos árabes y persas compilada entre los siglos VIII y XIII. Esta obra, analizada por Mahdi (2008), incluye relatos de fantasmas y seres sobrenaturales, como los djinn y ghul, que comparten rasgos con los yūrei y yōkai. Por ejemplo, en “La historia del jorobado”, un cadáver parece volver a la vida, generando terror, un motivo que resuena con los kaidan sobre espíritus vengativos (Irwin, 1994). Además, las narrativas policiales de Las mil y una noches, como “Las tres manzanas”, combinan misterio y lo sobrenatural, un enfoque similar al de los kaidan que exploran crímenes y castigos (Marzolph, 2006). La tradición de los hakawātī, narradores orales en Damasco y otras ciudades árabes, también refleja esta práctica de contar historias nocturnas para combatir el calor, a menudo en un marco performativo que recuerda al Hyakumonogatari Kaidankai (Once Upon a Time: Performing Storytelling in Damascus, s.f.).
La influencia persa y árabe en Japón se canalizó principalmente a través del budismo, introducido en el siglo VI. Los monjes budistas, que viajaban por la Ruta de la Seda, adaptaron motivos narrativos de Oriente Medio al contexto japonés, integrándolos con creencias sintoístas sobre los espíritus (Reider, 2010). Por ejemplo, la idea de espíritus vengativos en el zoroastrismo pudo influir en la conceptualización de los onryō (Boyce, 1975). Estudios recientes, como The Transformation of Arab Narrative from Oral to Written (2024), destacan cómo las narrativas orales urbanas (samr) en el mundo árabe se transformaron en formas escritas, un proceso paralelo al de los kaidan en el período Edo tras la invención de la imprenta (Reider, 2010). Aunque no hay evidencia directa de una transmisión lineal, la hibridación cultural a través de la Ruta de la Seda es plausible, como sugiere Suwa (1997).
Evolución de los Yūrei y Yōkai en el Cine y el Anime Japonés
Cine de Terror Japonés (J-Horror)
El cine de terror japonés, conocido como J-Horror, ha transformado los kaidan en un fenómeno global, adaptando a los yūrei y yōkai a las sensibilidades modernas. En los años 1950, películas como Ugetsu Monogatari (1953) de Kenji Mizoguchi y Yotsuya Kaidan (1959) de Nobuo Nakagawa trasladaron las historias kabuki al cine, utilizando efectos visuales para recrear la iconografía de los yūrei: rostros pálidos, cabello largo y kimonos blancos (Balmain, 2009). Estas obras combinaban horror sobrenatural con drama psicológico, enfatizando temas de culpa y redención (McRoy, 2008). Por ejemplo, la versión de 1959 de Yotsuya Kaidan utiliza colores vibrantes y ángulos de cámara para amplificar el impacto visual de Oiwa, consolidando su imagen como arquetipo del onryō (Balmain, 2009).
El renacimiento del J-Horror en los años 1990, con películas como Ringu (1998) de Hideo Nakata y Ju-On: The Grudge (2002) de Takashi Shimizu, modernizó la figura del onryō. Personajes como Sadako (Ringu) y Kayako (Ju-On) heredan los rasgos de Oiwa: cabello largo y mojado, rostros desfigurados o parcialmente ocultos, y una sed de venganza que trasciende la muerte (McRoy, 2008). Estas películas, que utilizan técnicas como el sonido disonante y la iluminación tenue, capturaron la imaginación global, influyendo en remakes occidentales como The Ring (2002) y The Grudge (2004) (Balmain, 2009). El término J-Horror, acuñado por la distribuidora británica Tartan Video, refleja la popularidad de estas obras en el mercado internacional (McRoy, 2008).
Los yōkai, por su parte, han protagonizado películas fantásticas como la trilogía Yokai Monsters (1968-1969) y The Great Yōkai War (2005) de Takashi Miike, que contó con la asesoría de Shigeru Mizuki, un experto en yōkai (Foster, 2009). Estas obras presentan a los yōkai como criaturas multifacéticas, combinando horror, comedia y folclore, y reflejando su papel en el sintoísmo como espíritus de la naturaleza (Addiss, 1986). Por ejemplo, The Great Yōkai War utiliza efectos especiales para recrear un desfile de yōkai (Hyakkiyagyō), evocando las ilustraciones de artistas como Kawanabe Kyōsai (Foster, 2009).
Anime: Series y Películas
En el anime, los yūrei y yōkai han sido una fuente constante de inspiración, abarcando desde el terror hasta la fantasía. GeGeGe no Kitaro (1968-presente) de Shigeru Mizuki popularizó a los yōkai como personajes carismáticos, transformando criaturas tradicionalmente aterradoras en héroes accesibles (Foster, 2009). Películas de Studio Ghibli, como El viaje de Chihiro (2001) y La princesa Mononoke (1997), integran yōkai en narrativas fantásticas, presentándolos como manifestaciones de la naturaleza y la espiritualidad sintoísta (Balmain, 2009). Por ejemplo, los espíritus del baño en El viaje de Chihiro reflejan la creencia sintoísta en la presencia de kami en los objetos cotidianos (Foster, 2009).
En el género de terror, series como Mononoke (2007) y Jujutsu Kaisen (2020-presente) exploran a los yūrei y yōkai como proyecciones de emociones humanas, utilizando una estética visual estilizada para amplificar el impacto emocional. Mononoke emplea colores vibrantes y diseños abstractos para representar a los yūrei, mientras que Jujutsu Kaisen combina acción y horror para explorar maldiciones derivadas de emociones negativas (Balmain, 2009). Otras series, como Another (2012) y Corpse Party (2013), perpetúan la iconografía del onryō, con personajes femeninos de cabello largo y rostros pálidos que evocan a Oiwa (McRoy, 2008).
Impacto Cultural
Los yūrei y yōkai han consolidado su lugar en la cultura popular japonesa, sirviendo como un medio para explorar temas universales como la muerte, el trauma y la espiritualidad. Su influencia en el J-Horror y el anime ha trascendido las fronteras culturales, inspirando obras en Hollywood, el cine asiático y la animación global (Balmain, 2009). Además, los yōkai han reforzado la conexión de Japón con su herencia sintoísta, mientras que los yūrei han permitido reflexiones sobre la memoria y la justicia (Foster, 2009). La popularidad de personajes como Sadako y Kayako demuestra cómo los tropos de Yotsuya Kaidan han permeado la cultura global, consolidando a los onryō como íconos del terror moderno (McRoy, 2008).
Simbolismo del Rostro Desfigurado y el Cabello Largo y Mojado
En Yotsuya Kaidan
El rostro desfigurado de Oiwa en Yotsuya Kaidan es un símbolo poderoso de la pérdida de identidad y humanidad. La desfiguración, causada por el veneno, representa no solo el sufrimiento físico, sino también la humillación social de Oiwa como mujer en una sociedad patriarcal, donde la belleza era un marcador de valor (Shimazaki, 2016). El cabello largo y mojado, por su parte, evoca la muerte por ahogamiento o suicidio, un motivo común en los kaidan que simboliza la transición al mundo espiritual (Davisson, 2014). En el kabuki, el cabello desgreñado y húmedo de Oiwa se logra con pelucas empapadas, amplificando su apariencia espectral mediante la técnica del kamisuki (National Theatre Japan, s.f.). Estos elementos visuales, descritos por Addiss (1986), refuerzan la dualidad de Oiwa como víctima y amenaza, evocando compasión y terror simultáneamente.
En la Cultura Japonesa
El cabello largo y mojado es un arquetipo recurrente en la cultura japonesa, asociado con la muerte y lo sobrenatural. En Ringu, Sadako emerge de un pozo con el cabello cubriendo su rostro, una imagen que oculta su humanidad y amplifica el terror (McRoy, 2008). En el manga, obras como Uzumaki de Junji Ito utilizan el cabello como un símbolo de lo grotesco, mientras que personajes como Kuchisake-onna, descrita por Reider (2010), combinan el rostro desfigurado con el cabello largo para generar miedo. En el anime, series como Another (2012) y Corpse Party (2013) perpetúan esta iconografía, utilizando el cabello largo como un signo de lo sobrenatural (Balmain, 2009). Estas representaciones reflejan la creencia japonesa en el cabello como un medio de conexión con el mundo espiritual, ya que se creía que retenía la energía vital incluso después de la muerte (Addiss, 1986).
Resonancias Globales
El simbolismo del rostro desfigurado y el cabello largo trasciende Japón, apareciendo en diversas tradiciones culturales. En la mitología griega, las Erinias, diosas de la venganza, son descritas con cabello desgreñado y rostros aterradores, similares a los onryō (Grimal, 1986). En el cine occidental, películas como The Exorcist (1973) y Hereditary (2018) utilizan rostros desfigurados para representar posesión o trauma, mientras que The Ring (2002) adopta directamente el cabello largo y mojado de Yotsuya Kaidan (Balmain, 2009). En la literatura árabe, los djinn femeninos de Las mil y una noches a menudo tienen cabello desordenado, simbolizando su naturaleza caótica (Mahdi, 2008). En la cultura china, los gui (fantasmas) femeninos de la ópera de Pekín comparten rasgos similares, con rostros pálidos y cabello largo que evocan la muerte (Li, 2003). Estas conexiones sugieren que el rostro desfigurado y el cabello largo son arquetipos universales que representan la ruptura de la humanidad y la conexión con lo sobrenatural.
Conclusión de la sección
Los kaidan son una expresión fundamental de la cultura japonesa, y Yotsuya Kaidan representa su apogeo, combinando tragedia, horror y crítica social. La identificación de Oiwa como onryō refleja su papel como un espíritu vengativo cuya iconografía ha influido en el cine, el anime y la cultura global. La conexión entre el miedo y el frío, respaldada por estudios fisiológicos, explica la tradición de narrar kaidan en verano, una práctica que podría tener raíces en narrativas persas y árabes transmitidas por la Ruta de la Seda, como se observa en paralelos con Las mil y una noches y las tradiciones de los hakawātī. Los yūrei y yōkai han evolucionado en el J-Horror y el anime, consolidándose como símbolos de la identidad cultural japonesa y de temas universales como la muerte y la venganza. El rostro desfigurado y el cabello largo y mojado, como arquetipos, conectan Yotsuya Kaidan con narrativas globales, demostrando la universalidad del terror sobrenatural.
Aspectos que me llamaron la atención especialmente de la representación
En la representación que tuve ocasión de ver, cuyo enlace incorporo en este texto más abajo, me llamó la atención dos cosas: la idea del juego de azar Chō-Han, lo cual me interesa aproximarme a él a través de su significado cultural en el Japón del período Edo; y la idea budista del río y su reflejo cultural amplio.
El chō-han: significado cultural y simbolismo en la obra
El chō-han, un juego de dados simple basado en apostar si la suma de dos dados resulta en un número par (chō) o impar (han), se convirtió en un fenómeno cultural asociado con los bakuto, jugadores profesionales que operaban en los márgenes de la sociedad. Este juego no solo era un medio de subsistencia para las clases bajas, sino también un espacio de interacción social, desafío al orden establecido y construcción de identidades subculturales, incluyendo la de la yakuza, cuya etimología se deriva del juego de cartas oicho-kabu (ya-ku-sa, 8-9-3, la peor mano posible) (Baradel, 2020).
El chō-han, también conocido como chō-han bakuchi (juego de azar par/impar), tiene raíces que se remontan al período Heian (794-1185), cuando los juegos de dados importados de China, como el sugoroku, comenzaron a integrarse en la cultura japonesa (Raz, 1985). Sin embargo, fue durante el período Edo cuando el chō-han adquirió prominencia, especialmente entre las clases bajas y los bakuto, quienes organizaban partidas en posadas, mercados y áreas urbanas (Adachi, 2007). Según Raz (1985), los orígenes del chō-han están ligados a prácticas adivinatorias chinas que utilizaban dados para interpretar la voluntad divina, adaptadas en Japón como juegos de azar secularizados. Esta transición refleja la hibridación cultural característica de la Ruta de la Seda, que trajo influencias chinas y coreanas al archipiélago japonés (Foltz, 2010).
El chō-han se jugaba típicamente en bakuto-ya (casas de juego) controladas por los bakuto, quienes actuaban como banqueros y árbitros. Estas casas, a menudo ubicadas en los suburbios de ciudades como Edo (actual Tokio), Osaka y Kioto, eran espacios de socialización para mercaderes, artesanos y campesinos, pero también para samuráis de bajo rango (rōnin) que buscaban ingresos adicionales (Kaplan & Dubro, 2012). La popularidad del chō-han se debía a su simplicidad y accesibilidad: no requería habilidades complejas, solo una apuesta sobre si la suma de dos dados sería par o impar.
El chō-han no solo fue una práctica social, sino también un motivo recurrente en el teatro kabuki, que sirvió como espejo de la cultura popular del período Edo. Una referencia simbólica clave es su aparición en Kanadehon Chūshingura (1748), una obra kabuki basada en el incidente de los 47 rōnin, que narra la venganza de un grupo de samuráis tras la muerte de su señor. En el acto IV, los rōnin, liderados por Ōboshi Yuranosuke, se infiltran en una casa de juego para planificar su ataque, utilizando el chō-han como una fachada para sus reuniones clandestinas (Brandon & Leiter, 2002). Esta escena no solo refleja la popularidad del chō-han entre los rōnin, sino que también simboliza la tensión entre el deber samurai (giri) y las pasiones humanas (ninjō), un tema central del kabuki (Shimazaki, 2016).
En Kanadehon Chūshingura, el chō-han representa el riesgo y la incertidumbre, reflejando la precaria situación de los rōnin, quienes apuestan sus vidas por la venganza. Según Brandon y Leiter (2002), la escena utiliza el chō-han para enfatizar el contraste entre la aparente frivolidad de los rōnin (que fingen ser jugadores disolutos) y su compromiso con el honor. El uso del mie (pose dramática) durante la partida de chō-han intensifica la tensión dramática, mientras que el sonido de los dados resuena como una metáfora del destino (National Theatre Japan, n.d.). Esta representación teatral convierte al chō-han en un símbolo de resistencia y astucia, cualidades asociadas con los bakuto y, por extensión, con la yakuza (Kaplan & Dubro, 2012).
Simbolismo del Chō-Han en Yotsuya Kaidan
Riesgo y Traición: Iemon como Jugador Moral
El chō-han simboliza el riesgo inherente a las decisiones humanas, un tema central en Yotsuya Kaidan. Iemon, el antagonista, encarna la figura del bakuto metafórico: un hombre que apuesta su honor y su relación con Oiwa por la oportunidad de ascender socialmente a través de un nuevo matrimonio con Oume, la hija de una familia rica (National Theatre Japan, n.d.). Al igual que un jugador en una partida de chō-han, Iemon confía en la suerte para manipular su destino, pero su apuesta—envenenar a Oiwa con una pomada que desfigura su rostro—resulta en su ruina cuando Oiwa regresa como onryō (Shimazaki, 2016). Según Raz (1985), el chō-han representa la ilusión de control en un mundo gobernado por la incertidumbre, una idea que resuena con la ambición fallida de Iemon, quien subestima las consecuencias de sus acciones.
La conexión simbólica entre el chō-han y la traición de Iemon se refuerza por la estructura narrativa de Yotsuya Kaidan. La obra alterna entre el mundo humano (Konoyo) y el espiritual (Anoyo), reflejando la dualidad del chō-han como un juego que oscila entre dos resultados opuestos (par o impar) (Hearn, 1904). Al igual que un jugador que apuesta todo en una sola tirada, Iemon arriesga su humanidad al traicionar a Oiwa, desencadenando una cadena de eventos que lo lleva a la locura y la muerte. Esta narrativa refleja la creencia budista en el karma, donde las acciones individuales determinan el destino, un tema que el chō-han encapsula a través de su dependencia del azar (Reider, 2010).
Incertidumbre y Transitoriedad (Mujō)
El chō-han también simboliza el concepto budista de mujō (transitoriedad), que permea la cultura del período Edo y Yotsuya Kaidan. La rapidez de las partidas de chō-han, donde el resultado se decide en segundos, evoca la impermanencia de la vida, un tema recurrente en la literatura ukiyo-e (mundo flotante) y los kaidan (Addiss, 1986). En Yotsuya Kaidan, la transitoriedad se manifiesta en la transformación de Oiwa de una esposa devota a un espíritu vengativo, un cambio que refleja la inestabilidad del mundo humano frente al poder del destino (Davisson, 2014). El chō-han, con su probabilidad del 50% de ganar o perder, sirve como una metáfora de esta inestabilidad, donde el éxito o el fracaso dependen de fuerzas impredecibles, al igual que la vida de Iemon se desmorona tras su apuesta fallida (Pasquaretta, 2003).
Esta conexión se refuerza en las representaciones teatrales del chō-han en el kabuki, donde el sonido de los dados en el recipiente de bambú (fuda) y los gestos dramáticos (mie) de los actores acentúan la tensión del azar (National Theatre Japan, n.d.). En Yotsuya Kaidan, la técnica del mie se utiliza para resaltar los momentos de máxima tensión, como la desfiguración de Oiwa o sus apariciones como onryō, evocando la misma intensidad emocional que una partida de chō-han (Brandon & Leiter, 2002). Este paralelismo sugiere que el chō-han no solo es un juego, sino un símbolo de la fragilidad de la existencia humana, un tema central en la obra.
Subversión y Marginalidad
El chō-han también refleja la subversión social, un tema clave en Yotsuya Kaidan. Como práctica prohibida por el Shogunato Tokugawa, el chō-han era un acto de resistencia contra las normas confucianas que promovían la disciplina y el orden (Totman, 2000). Los bakuto, quienes organizaban las partidas, eran figuras marginales que desafiaban la jerarquía social, similares a Iemon, un rōnin que busca ascender a través de medios inmorales (Adachi, 2007). En Yotsuya Kaidan, la traición de Iemon puede interpretarse como una apuesta subversiva contra las normas sociales, pero su castigo por parte de Oiwa refuerza la autoridad del karma y el orden moral budista (Shimazaki, 2016).
La marginalidad del chō-han también se conecta con el papel de Oiwa como onryō. Según Reider (2010), los onryō son espíritus marginales que desafían el orden social al buscar justicia desde el más allá. Oiwa, como víctima de la opresión patriarcal y la ambición de Iemon, encarna esta resistencia, al igual que los bakuto desafían al Shogunato a través del chō-han (Baradel, 2020). La figura del onryō y el chō-han comparten un simbolismo de rebelión: ambos representan la capacidad de los marginados para alterar el statu quo, ya sea a través de la venganza sobrenatural o del desafío económico y social.
El río Sanzu: simbolismo budista y su relación con Oiwa
El río, como símbolo de transición, purificación y división entre mundos, es una imagen universal en las tradiciones religiosas y mitológicas. En el budismo japonés, el Río Sanzu (Sanzu-no-kawa) desempeña un papel central como frontera entre el mundo de los vivos (Konoyo) y el más allá (Anoyo), reflejando la influencia del budismo mahayana y su sincretismo con el sintoísmo. Este río, análogo al Estigia en la mitología griega y al Vaitarani en el hinduismo, está intrínsecamente ligado al concepto de samsara—el ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento—y al karma, que determina el destino de las almas. En el Japón del período Edo, estas creencias se entrelazaron con prácticas culturales como el teatro kabuki, que representaba narrativas de fantasmas (yūrei) y venganza para explorar temas de moralidad y transitoriedad (mujō). Tōkaidō Yotsuya Kaidan, una obra emblemática del kabuki, utiliza el simbolismo del río implícitamente para articular la transición de Oiwa de víctima a onryō, reflejando las dinámicas kármicas y espirituales del Río Sanzu.
El Río Sanzu en el Budismo Japonés
El Río Sanzu, o “Río de los Tres Cruces” (Sanzu-no-kawa), es una creencia budista japonesa que representa la frontera entre el mundo de los vivos y el más allá. Según la tradición, las almas de los difuntos deben cruzarlo el séptimo día tras su muerte, enfrentándose a tres puntos de cruce determinados por su karma: un puente enjoyado para los virtuosos, un vado para aquellos con un equilibrio kármico neutral, y aguas profundas infestadas de serpientes para los pecadores (Davisson, 2014). Este concepto deriva del budismo mahayana, específicamente de las escuelas Tendai y Shingon, que integraron elementos del sintoísmo y el folclore local (Suwa, 1997). El Río Sanzu se asocia con el Monte Osore, una región remota en el norte de Japón considerada una entrada al más allá (Yomotsu Hirasaka), donde las itako (médiums ciegas) realizan rituales para comunicarse con los muertos (Davisson, 2014).
En el budismo japonés, el cruce del Río Sanzu está custodiado por figuras como Datsue-ba, una anciana demoníaca que despoja a las almas de sus ropas, y Keneō, su contraparte masculina, quienes evalúan los pecados del difunto (Reider, 2010). Si el alma no puede pagar el peaje—tradicionalmente seis monedas colocadas en el ataúd durante los funerales—, es condenada a vagar o a sufrir tormentos (Davisson, 2014). Este simbolismo refleja la creencia budista en el karma como determinante del destino postmortem, donde el río actúa como un umbral de juicio moral. El Río Sanzu también está vinculado al jigoku (infierno budista) y al Jōdo (Tierra Pura de Amida), representando la dualidad entre castigo y salvación (Davisson, 2014).
Comparación con el Estigia y el Vaitarani: una aproximación desde las religiones comparadas
El Río Sanzu comparte paralelismos con el Estigia en la mitología griega y el Vaitarani en el hinduismo, pero cada uno refleja una cosmovisión distinta. El Estigia, descrito por Homero (en La Odisea, Canto X, líneas 513-515; y en La Ilíada, Canto VIII, líneas 366-369,) y Virgilio (en La Eneida, Canto VI, líneas 295-316), es uno de los cinco ríos del Hades, asociado con el barquero Caronte, quien transporta las almas a cambio de un óbolo (Grimal, 1986). Al igual que el Sanzu, el Estigia simboliza una barrera entre los vivos y los muertos, pero su enfoque es más mitológico que moral, careciendo del énfasis kármico del budismo japonés. Mientras que el Sanzu evalúa las acciones de la vida, el Estigia es un obstáculo físico que requiere un pago ritual, reflejando la cosmovisión griega de la muerte como un destino inevitable (Burkert, 1985).
El Vaitarani, mencionado en textos hindúes como el Garuda Purana, es un río infernal que las almas deben cruzar para alcanzar el reino de Yama, el dios de la muerte (Dallapiccola, 2002). Similar al Sanzu, el Vaitarani está asociado con el karma: los virtuosos lo cruzan con facilidad, mientras que los pecadores enfrentan aguas hirvientes llenas de criaturas demoníacas (Müller, 2015). En el Kāranda-vyūha, Avalokiteshvara transforma el Vaitarani en “agua de la vida” para liberar a las almas, un acto de compasión que resuena con la salvación budista en el Jōdo (Davisson, 2014). A diferencia del Sanzu, que está integrado en el sincretismo sintoísta-budista, el Vaitarani refleja una cosmología hindú más centrada en el ciclo del samsara y la liberación (moksha).
El samsara, el ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento, es común al hinduismo y al budismo, pero en Japón adquiere matices únicos debido al sincretismo con el sintoísmo. En el budismo japonés, el samsara se entiende como un proceso continuo de reencarnación influido por el karma, pero el sintoísmo introduce la noción de kami (espíritus) y yūrei (fantasmas), que pueden permanecer en el mundo de los vivos si no cruzan el Sanzu debido a apegos o rencores (Reider, 2010). Esta creencia en los yūrei como almas atrapadas entre mundos conecta directamente con Yotsuya Kaidan, donde Oiwa se convierte en un onryō debido a su traición y sufrimiento.
Simbolismo del Río en el Contexto Budista
El río, en el budismo japonés, simboliza la transición, la purificación y el juicio moral. El Sanzu actúa como un espejo del karma, donde las acciones de la vida determinan la facilidad o dificultad del cruce (Suwa, 1997). Su simbolismo de purificación se deriva del sintoísmo, que enfatiza la limpieza ritual (misogi) para eliminar la contaminación de la muerte, considerada tabú (Cali & Dougill, 2012). En contraste, el Estigia y el Vaitarani enfatizan el castigo y la separación, mientras que el Sanzu combina la purificación sintoísta con el juicio budista, reflejando el sincretismo religioso japonés (shinbutsu-shūgō). Este sincretismo es evidente en la creencia de que los kami y los budas pueden facilitar el cruce del Sanzu, como en el caso de Amida, quien guía a las almas al Jōdo (Davisson, 2014).
El Kabuki y la Representación del Más Allá
El teatro kabuki, un arte popular del período Edo, era un medio para explorar temas de moralidad, venganza y lo sobrenatural, reflejando las creencias populares sobre la muerte y el más allá (Shimazaki, 2016). Las historias de kaidan, como Yotsuya Kaidan, utilizaban a los yūrei para dramatizar las consecuencias del karma y la justicia divina, a menudo representando a mujeres traicionadas que regresaban como onryō para castigar a sus opresores (Reider, 2010). El escenario kabuki, con elementos como el hanamichi (pasarela elevada), simbolizaba un puente entre el mundo humano y el espiritual, evocando implícitamente el Río Sanzu como un umbral entre Konoyo y Anoyo (Brandon & Leiter, 2002).En el kabuki, los yūrei se representaban con características distintivas: cabello largo y desordenado, kimonos blancos (que evocaban las ropas funerarias), y movimientos lentos y etéreos, que contrastaban con la intensidad dramática del mie (pose estática) para enfatizar momentos de tensión (National Theatre Japan, n.d.). Estas representaciones reforzaban la conexión entre los fantasmas y el Sanzu, ya que los yūrei eran almas atrapadas que no habían cruzado el río debido a su karma o rencor (Davisson, 2014).
El Río Sanzu y Tōkaidō Yotsuya Kaidan
Contexto de Yotsuya Kaidan
Tōkaidō Yotsuya Kaidan (1825), escrita por Tsuruya Nanboku IV, es una de las historias de fantasmas más célebres del kabuki, centrada en Oiwa, una mujer traicionada y envenenada por su esposo, Tamiya Iemon, un rōnin ambicioso que busca ascender socialmente al casarse con Oume, la hija de una familia rica (Shimazaki, 2016). Tras su muerte, Oiwa regresa como onryō, persiguiendo a Iemon con visiones terroríficas hasta llevarlo a la locura y la muerte. La obra combina elementos del budismo, el sintoísmo y el folclore japonés, utilizando la figura del yūrei para explorar temas de traición, karma y justicia divina (Reider, 2010).
El Río Sanzu como Símbolo Implícito
Aunque el Río Sanzu no aparece explícitamente en Yotsuya Kaidan, su simbolismo permea la narrativa a través de la figura de Oiwa como yūrei. En el budismo japonés, los yūrei son almas que no logran cruzar el Sanzu debido a apegos emocionales o rencores, permaneciendo en un estado liminal entre Konoyo y Anoyo (Davisson, 2014). Oiwa, asesinada injustamente por Iemon, encarna este estado: su rencor la ata al mundo de los vivos, impidiéndole cruzar el Sanzu y alcanzar el Jōdo o el renacimiento en el samsara (Reider, 2010). Su transformación en onryō refleja la creencia budista de que los pecados graves, como el asesinato, generan un karma que atrapa al alma en un ciclo de sufrimiento (Suwa, 1997). En este sentido, la idea de ver un río en el momento oportuno en la representación que vi en septiembre de 2024 me parece no sólo acertada, también muy pertinente.
El Río Sanzu simboliza el juicio kármico que Iemon enfrenta al final de la obra. Mientras que Oiwa, como víctima, busca justicia, Iemon, como pecador, está destinado a cruzar el Sanzu por las aguas profundas infestadas de serpientes, un destino reservado para aquellos con un karma negativo (Davisson, 2014). La escena en la que Iemon es atormentado por visiones de Oiwa, especialmente su rostro desfigurado emergiendo de una linterna, evoca la imaginería del jigoku y el Sanzu, donde los pecadores son castigados por demonios como Datsue-ba (Shimazaki, 2016). Esta conexión se refuerza en la puesta en escena, donde el hanamichi del kabuki simboliza un puente metafórico entre los mundos, similar al puente enjoyado del Sanzu reservado para los virtuosos (Brandon & Leiter, 2002).
Paralelismos con el Estigia y el Vaitarani
La narrativa de Yotsuya Kaidan también resuena con el simbolismo del Estigia y el Vaitarani. Al igual que Caronte en el Estigia, quien exige un óbolo para transportar a las almas, el cruce del Sanzu requiere seis monedas, un ritual funerario que asegura el paso del alma (Davisson, 2014). En Yotsuya Kaidan, la traición de Iemon puede interpretarse como una negación de este ritual, dejando a Oiwa sin el “peaje” simbólico para cruzar el río, lo que la condena a vagar como yūrei (Reider, 2010). El Vaitarani, con su énfasis en el castigo kármico, ofrece un paralelismo más cercano al Sanzu, ya que ambos ríos evalúan las acciones de la vida. La transformación de Oiwa en onryō evoca la idea hindú de almas atrapadas en el samsara debido a pecados no resueltos, pero su papel como agente de justicia refleja la influencia sintoísta de los kami vengativos (Cali & Dougill, 2012).
El Samsara y la Transitoriedad (Mujō)
El concepto de samsara—el ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento—es central en Yotsuya Kaidan, donde la incapacidad de Oiwa para cruzar el Sanzu la atrapa en un estado liminal, reflejando el sufrimiento del samsara (Reider, 2010). El budismo japonés, influido por las escuelas Tendai y Shingon, veía el samsara como un ciclo que podía romperse a través de la salvación en el Jōdo de Amida, pero los yūrei como Oiwa representan almas que permanecen en el ciclo debido a su karma (Davisson, 2014). La transitoriedad (mujō), un principio budista que enfatiza la impermanencia de la vida, se refleja en la rápida caída de Iemon, cuya ambición lo lleva a la ruina, y en la transformación de Oiwa de esposa devota a espíritu vengativo (Shimazaki, 2016).
En Yotsuya Kaidan, el simbolismo del río también evoca la mujō a través de la fluidez y el movimiento. El agua, como símbolo de cambio y purificación en el sintoísmo, contrasta con la estasis de Oiwa como yūrei, atrapada por su rencor (Ono, 1962). La obra utiliza esta tensión para explorar la lucha entre el deseo humano de controlar el destino y la inevitabilidad del karma, un tema que resuena con el simbolismo del Sanzu como un río que no puede cruzarse sin enfrentar las consecuencias de las acciones pasadas.
Referencia Simbólica: Oiwa y el Río Sanzu
Una referencia simbólica clave en Yotsuya Kaidan es la escena del Acto III, donde Iemon arroja el cuerpo de Oiwa al río tras envenenarla, un acto que simboliza su intento de deshacerse de su culpa y karma (Shimazaki, 2016). Este río, aunque no se nombra explícitamente como el Sanzu, evoca su imaginería: el agua como umbral entre la vida y la muerte, y el cuerpo de Oiwa como un símbolo de karma no resuelto. La incapacidad de Oiwa para “cruzar” este río—metafóricamente, para alcanzar la paz en el más allá—la convierte en onryō, un espíritu que regresa para castigar a Iemon (Reider, 2010). Esta escena resuena con la creencia budista de que las almas que no cruzan el Sanzu debido a muertes trágicas permanecen en el mundo de los vivos, buscando justicia (Davisson, 2014).
El río en esta escena también refleja el simbolismo del Vaitarani, donde las almas enfrentan tormentos si su karma es negativo. La desfiguración de Oiwa, causada por el veneno, evoca las aguas hirvientes del Vaitarani, mientras que su venganza como onryō recuerda a los preta (fantasmas hambrientos) del budismo, almas atrapadas por el deseo y el rencor (Müller, 2015). La comparación con el Estigia es menos directa, pero la idea de un río como barrera entre mundos refuerza la universalidad del simbolismo acuático en Yotsuya Kaidan, donde el agua representa tanto la purificación fallida de Iemon como la justicia inevitable que Oiwa impone (Grimal, 1986).
Obra representada en septiembre de 2024 y listado de la música interpretada
Turina Pérez, Joaquín; Nunca Olvida : Poema en forma de canciones: [op. 19], no. II (1917) / música de Joaquín Turina ; letra a partir de Doloras, LV. Nunca olvida quien bien ama, de Ramón de Campoamor y Campoosorio.
Turina Pérez, Joaquín; Cantares : Poema en forma de canciones: [op. 19], no. III (1917) / música de Joaquín Turina ; letra a partir de Cantares, en Amorosos números VIII y XXXVI, de Ramón de Campoamor y Campoosorio.
Turina Pérez, Joaquín; Los dos miedos : Poema en forma de canciones: [op. 19], no. IV (1917) / música de Joaquín Turina ; letra a partir de Doloras, LXXX. Los dos miedos, de Ramón de Campoamor y Campoosorio.
Turina Pérez, Joaquín; Las locas de amor : Poema en forma de canciones: [op. 19], no. V (1917) / música de Joaquín Turina ; letra a partir de Doloras, CLXXVII. Las locas de amor, de Ramón de Campoamor y Campoosorio.
Falla, Manuel de; Siete canciones populares españolas: I. «El paño moruno» (1914) / música de Manuel de Falla ; canción tradicional española.
Falla, Manuel de; Siete canciones populares españolas: V. «Nana» (1914) / música de Manuel de Falla ; canción tradicional española.
Falla, Manuel de; Siete canciones populares españolas: II. «Seguidilla murciana» (1914) / música de Manuel de Falla ; canción tradicional española.
Falla, Manuel de; Siete canciones populares españolas: III. «Asturiana» (1914) / música de Manuel de Falla ; canción tradicional española.
Falla, Manuel de; Siete canciones populares españolas: IV. «Jota» (1914) / música de Manuel de Falla ; canción tradicional española.
Falla, Manuel de; Siete canciones populares españolas: VI. «Canción» (1914) / música de Manuel de Falla ; canción tradicional española.
Falla, Manuel de; Siete canciones populares españolas: VII. «Polo» (1914) / música de Manuel de Falla ; canción tradicional española.
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